Para los antiguos mesoamericanos, la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar. Por el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido, y no por su comportamiento en la vida.
De esta forma, las direcciones que podrían tomar los muertos son:
El Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados, los que morían por efecto de un rayo, los que morían por enfermedades como la gota o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como también los niños sacrificados al dios. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia. Aunque los muertos generalmente se incineraban, los predestinados a Tláloc se enterraban, como las semillas, para germinar.
El Omeyocan, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que se sacrificaban y las mujeres que morían en el parto. Estas mujeres eran comparadas a los guerreros, ya que habían librado una gran batalla, la de parir, y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañaran al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Su muerte provocaba tristeza y también alegría, ya que, gracias a su valentía, el sol las llevaba como compañeras. Dentro de la escala mesoamericana de valores, habitar el Omeyocan era un privilegio.
El Omeyocan era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocan, después de cuatro años, volvían al mundo, convertidos en aves de plumas multicolores y hermosas.
Morir en la guerra era considerada como la mejor de las muertes por los mexicas. Para ellos, a diferencia de otras culturas, dentro de la muerte había un sentimiento de esperanza, pues ella ofrecía la posibilidad de acompañar al sol en su diario nacimiento y trascender convertido en pájaro.
El Mictlán, destinado a quienes morían de muerte natural. Este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señor y señora de la muerte. Era un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.
El camino para llegar al Mictlán era muy tortuoso y difícil, pues para llegar a él las almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años. Luego de este tiempo, las almas llegaban al Chicunamictlán, lugar donde descansaban o desaparecían las almas de los muertos. Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, como ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.
Detalle de un altar de muertos.
Por su parte, los niños muertos tenían un lugar especial, llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los niños que llegaban aquí volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba. De esta forma, de la muerte renacería la vida.
Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos: los que, en vida, habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo. De esta forma, era muy variada la elaboración de objetos funerarios: instrumentos musicales de barro, como ocarinas, flautas, timbales y sonajas en forma de calaveras; esculturas que representaban a los dioses mortuorios, cráneos de diversos materiales (piedra, jade, cristal), braseros, incensarios y urnas.
Las fechas en honor de los muertos son y eran tan importantes que les dedicaban dos meses. Durante el mes llamado Tlaxochimaco se llevaba a cabo la celebración denominada Miccailhuitontli o fiesta de los muertitos, alrededor del 16 de julio. Esta fiesta iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado xócotl, al cual le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo. En la celebración participaban todos, y se hacían ofrendas al árbol durante veinte días.
En el décimo mes del calendario se celebraba la Ueymicailhuitl o fiesta de los muertos grandes. Esta celebración se llevaba a cabo alrededor del 5 de agosto, cuando decían que caía el xócotl. En esta fiesta se realizaban procesiones que concluían con rondas en torno al árbol. Se acostumbraba realizar sacrificios de personas y se hacían grandes comidas. Después, ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban, vestidos con plumas preciosas y cascabeles. Al finalizar la fiesta, los jóvenes subían al árbol para quitar la figura, se derribaba el xócotl y terminaba la celebración. En esta fiesta, la gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para recordar a sus muertos, lo que es el antecedente del actual altar de muertos.2
Desde antes de la llegada de los españoles, antes de que la religión católica fuera impuesta en Mesoamérica, muchas de las culturas prehispánicas tenían la creencia de una vida después de la muerte. Por ejemplo, de acuerdo a Luis Ramos, en su libro Culturas Clásicas Prehispánicas en la cultura maya, cuando una persona moría, su alma iba al “inframundo” (conocido por ellos como Xibalbá). Según sus creencias, para llegar a este lugar, las almas debían de cruzar un río con la ayuda de un xoloitzcuintle (raza de perro); es por eso que dentro de los ritos funerarios de los mayas se encontraba el de enterrar a un perro de esta raza junto con la persona fallecida, de lo contrario, correría el riesgo de no llegar a Xibalbá y quedarse en el camino. Después, esta creencia se vio reafirmada con la introducción a la cultura de la religión católica; de acuerdo a la religión católica (religión predominante en México) existe la idea de un cielo y un infierno a donde las almas se dirigen cuando uno muere (dependiendo de su comportamiento en vida), es decir, la creencia de una vida después de la muerte.
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